Miles de refugiados saharauis
regresan al desierto para luchar por la independencia tras años acogidos en
Cuba. Dejan atrás incluso hijos
Ayub Ali Mohamed, un refugiado
saharaui acogido con una beca de estudios en Cuba, recoge sus pertenencias
después de más de una década en la isla caribeña. Todo lo que se lleva le cabe
en una pequeña maleta. Pero con él no van de vuelta a los campamentos de Tinduf
(sur de Argelia) ni la hija que ha tenido en Cuba ni la madre de esta.
La despedida es durísima por
su sencillez y su crudeza. «¿Me voy a quedar sin papá?». La pregunta de la
pequeña es una puñalada que en cierta medida se encarga de responder el
documental «El maestro saharaui. Océanos de exilio», de Nicolás Muñoz, que
estos días se ha proyectado en el Festival Internacional de Cine del Sahara (Fisahara).
Ayub es uno de sus protagonistas, uno de los integrantes de la conocida como
generación «cubaraui». Casi ninguno de ellos pone los pies de nuevo en Cuba
después de regresar.
Tocado con un sombrero de paja
y hablando en perfecto «cubano» volvió hace un par de años a la durísima vida
en la «hamada», el inhóspito pedregal del desierto argelino que acoge desde
hace más de tres décadas a los refugiados que huyeron del Sahara Occidental
cuando en 1975 España abandonó el territorio y lo ocupó Marruecos.
La película de Muñoz no se ha
llevado ninguno de los galardones del Fisahara, lo que ha dejado mal sabor de
boca a más de uno, pero seguramente haya sido la que más debates ha abierto. «Es
un asunto sensible y espinoso», reconoce el realizador. Desde esa década de los
setenta unos 10.000 saharauis han estudiado, aprendido una profesión y vivido
en Cuba. Pero la crisis impide ahora viajes masivos como antes y hoy apenas son
unos cuantos los que logran la deseada invitación.
A pesar de este intenso
movimiento de población, un tupido velo cubre muchos aspectos de la estancia de
la inmensa mayoría de ellos en la isla. De lo que no se habla es como si no
hubiera ocurrido, piensan muchos. Por eso Ayub es un valiente, según Muñoz. Por
dejar que se grabara con la cámara lo que muchos ni si quiera se atreven a
comentar.
«La película no refleja bien
lo duro que es irse. Mi llegada fue durísima», reconoce Salek Mohamed Lamín, de
35 años, que pasó en Cuba desde los once hasta los 28 años. Es el mayor de tres
hermanos que se quedaron huérfanos pronto. «Mi tía no podía con todos nosotros
y a mí me mandaron allí, sin familia, sin saber el idioma…».
Choque cultural y religioso
Basta ver el documental para
hacerse una idea del enorme choque que supone sacar a un niño de unos diez años
de familia musulmana de una tienda de campaña en el desierto, sin agua ni luz, montarlo
en un barco ruso –como viajaban los primeros años- y asentarlo a miles de
kilómetros al otro lado del Atlántico. Y en Cuba.
«A mí me encanta bailar, pero
traemos de vuelta una cultura ajena, todo lo contrario a nuestras costumbres
aquí. Para los saharauis lo que traemos de Cuba son irregularidades y falta de
respeto», añade Sale después de ver «El maestro saharaui» junto a este enviado
especial.
Algunos de los «cubarauis» con
los que ha podido hablar ABC calculan que, como la hija de Ayub, podría haber
entre 200 y 500 hijos de saharauis en Cuba sin que apenas se sepa de su
existencia. «Creo que es exagerado. Me extrañaría que fueran más de cien», señala
Muñoz sin embargo. «Si hubiese tal cantidad me hubiera costado menos
encontrarlos para el documental», añade.
Ayub, como muestran las
imágenes de la película, fue recibido con enorme cariño por su familia en el
campamento 27 de Febrero de Tinduf. Pero su padre, muy tradicional y piadoso, no
entiende que haya tenido un hijo con una cubana y menos fuera del matrimonio. «El
padre no lo acepta para nada y le pide a su hijo que se olvide. Pero Ayub está
tratando de volver a Cuba, sobre todo por su hija», explica Nicolás Muñoz.
Vivir bajo el qué dirán
Slaka Gasuani también tuvo un
hijo en Cuba. Y allí lo dejó cuando tenía seis meses para volver a lo que la
inmensa mayoría de saharauis consideran que es su obligación por encima de todo,
a veces incluso de la familia, que es luchar por la independencia de su pueblo.
Muñoz conoció al hijo de Slaka
durante el rodaje y llevó una carta que éste, de 18 años, escribió a su padre. La
lectura de la misiva fue el empujón que necesitó el refugiado saharaui para ir
a conocer a su hijo durante una veintena de días antes de retornar de nuevo al
campamento Dajla, donde se ha celebrado Fisahara. El emocionante encuentro
entre ambos, otra afirmación de esa realidad negada, también fue filmado por
Muñoz.
La crisis ha obligado a La
Habana a dar por cerrado casi definitivamente el programa de becas, pero en los
campamentos es fácil encontrarse con «cubarauis». Algunos bailaban la otra
noche en El Palmeral, un chiringuito al aire libre convertido en el único sitio
de ocio del campamento Dajla. Son capaces de forzar su acento hasta el punto de
no poder distinguir si son verdaderos cubanos. Y menos si los ves bailar
bachata y merengue agarrados de las manos y las caderas de algunas de las
extranjeras que acuden al festival de cine.
«Allí eres totalmente libre. Aquí
vivimos siempre pendientes del qué dirán», concluye Salek Mohamed Lamín.